"Quiero aclarar algo, cuando digo "Por qué debemos creer en Dios", no quiero decirlo de manera impositiva, no es que sea un deber, de afuera adentro, sino cuáles serían las causas filosóficas, las causas simplemente humanas que nos llevan, que nos empujan a creer en eso que llamamos Dios.
Lo encaramos como una búsqueda en nuestro propio interior, como un cavar dentro de la propia alma para ver donde está ese manantial que burbujea, dónde está ese río subterráneo que nos hace sentir un agua de vida por dentro de nosotros. Sin embargo, a veces no logra mojar nuestras manos y otras veces aparece un poco por nuestros ojos como lágrimas en los momentos más cruciales de nuestra vida.
Necesitamos, pues, hacernos una serie de preguntas y obtener una serie de respuestas. Como alguna vez dije, las cosas más importantes son las más difíciles de definir. Por lo tanto, no voy a definir a Dios. Cuando nos referimos a este tema de Dios, más que tratar de definirlo, es cuestión de descubrirlo, de alguna manera, en nosotros mismos y en todos los demás; porque apenas lo definamos, apenas lo pongamos en una jaula, apenas lo pongamos dentro de un sobre, apenas lo pongamos en una caja, ahí mismo, dejará de ser lo que por esencia es, y dejará de ser Dios para convertirse en una de las tantas imágenes religiosas que la humanidad nos ha dado a través de los siglos.
La creencia, vivencia o descubrimiento de Dios es uno de los sentimientos, si queréis llamarlo así, una de las intuiciones, una de las percepciones más antiguas, si no la más antigua que el hombre ha podido registrar. Veamos algo muy viejo, muy antiguo, por ejemplo un dolmen, que ha sido construido por pueblos que ni siquiera sabemos quienes fueron. Y si hablamos de las pirámides, por ejemplo de las pirámides de Egipto, del Yucatán..., todas esas grandes obras llevan el sello de la religión, o sea, de "religar", de la unión del hombre con Dios, de la presencia de lo divino en la naturaleza. Y vemos de qué manera, sobre ese dolmen, se construyó luego, a lo mejor, un templo griego, luego uno romano, y luego uno cristiano, de diferentes arquitecturas y órdenes pero sobre ese lugar edificado está ese monumento a Dios. La puso, amigos míos, simplemente para poder apoyarse o para poder sacar una chispa de fuego para cocinar sus alimentos; puesto una piedra sobre otra para erguirla primera columna, la primera pirámide, el primer altar, o sea, la primera expresión hacia lo divino. Nosotros sabemos que esa búsqueda del Fuego primordial, en los pueblos más antiguos, como el hindú, se transfiere a la parte mística y llega siempre a estar en relación con lo que es Dios. El Dios más antiguo ha sido Agni. Agni era una chispa de fuego que había nacido de su padre, el carpintero Visvakarman; al frotar dos maderas con una suerte de pìedra o cepillo de piedra, había nacido esa primera chispa, ese primer Agni, del cual emanaron todos los dioses, ese concepto del Fuego primordial, de la Deidad primordial.
Veamos otros pueblos más antiguos, por ejemplo, Egipto. Sus escritos nos hablan de un Deidad muy primitiva, A-tum, que poco a poco se fue convirtiendo en Atum-Ra, o sea, el Sol de fuego que nos alumbra. Las primeras concepciones de Egipto, los más viejos papiros que podamos encontrar y los má viejos grabados en los muros, no nos hablan ni de comidas ni de vestiduras ni de guerras ni de ningún otro problema que no sea el e la presencia de los Dioses, de la presencia de Dios, de la presencia de la Divinidad.
Recordemos, en la lejana América, allá en Mesoamérica, en donde se nos habla de Quetzalcoatl, de aquel pájaro que no solamente estaba emplumado, sino que también tenía características de serpiente. Quetzalcoatl significa: "El pájaro-serpiente", vino desde el cielo, desde lo alto, hasta los hombres, se sumergió en la tierra, fue hasta lo que nosotros llamaríamos hoy el infierno, o sea, la parte más baja psicológica y física, visitó los huesos de los hombre que ya no existían y renació otra vez entre los hombres para conducirlos, para guiarlos. Hasta que, una vez, con una barca se perdió en el mar...¡El mar!, ese símbolo tan viejo; ese okeanós de los griegos. Cada vez que veo la Victoria de Samotracia en el Museo del Louvre, en París, recuerdo ese sentido de los griegos del okeanós, del mar infinito que no tiene puertos adonde llegar, donde la gloria está en subir al navío y bogar, y bogar, y bogar...y sentir, en ese bogar de los remos y de los brazos fuertes, que nuestras voces se hinchar con viejas canciones, con viejas palabras, y otra vez los vientos hinchan las vela extendidas, y otra vez navegamos sobre el okeanós... El océano, como diría Homero, es como un gran mar de vino que llega hasta nosotros y llega a levantar nuestra fantasía, hace surgir Dioses ante nosotros, islas encantadas...y a los hombres que no tienen espiritualidad los convierte en cerdos. (alusión a la Odisea)
Si queréis hablamos de los incas, que creían en Kon Tiki Viracocha, que había sido el Creador de las cosas a partir de una especie de huevo del mundo; que hablaban de las constelaciones, que pensaban que Dios estaba en las constelaciones; que hablaban de la relación del hombre con Dios a través del arco iris.
En todas partes, en todos los pueblos, esta relación divina se impone; así, el sentido que nos han querido dar algunos científicos materialistas de que el hombre ha sido utilitario, de que el hombre comenzó descubriendo la rueda, comenzó descubriendo las armas, comenzó descubriendo el fuego, es absolutamente falsa y no tiene ningún asidero científico en ninguna parte. El hombre realmente comenzó descubriendo a Dios, y cuando lo descubrió le hizo un altar, le hizo una figura, le hizo una representación a su manera.
Hay hombres y hay mujeres que a través de toda la historia de la humanidad se destacan por haber sentido a Dios. No importa de qué religión sean, por lo menos a mí no me importa; no importa de qué manera esos hombres lo concibieron, pero lo sintieron y lo plasmaron de alguna forma.
La diferencia entre un hombre y una bestia no está en que la bestia tiene rabo, sino en que el hombre cree en Dios, siente a Dios, y el animal no. De ahí que cuanta doctrina, forma de pensamiento, forma de vida nos aleje de la creencia de Dios o en la inmortalidad del alma, nos convierte en humanoides, nos aleja, nos animaliza, nos convierte en bestias que hablan todo el día de la comida, del sueño, de las comodidades materiales. Nos han metido dentro de la cabeza la escoria, el mal, la podredumbre, es la peor contaminación no nace del petróleo; tampoco de las radiaciones atómicas; la peor contaminación nace precisamente de los hombres que niegan a Dios, de los que marchan millones de años hacia atrás en su evolución y vuelven a ser bestias; vuelven a carecer de la posibilidad que tuvo aquel remoto antepasado nuestro...
Si no nos reconocemos como hijos de Dios, como emanaciones de Dios, ¿de dónde vamos a sacar la fraternidad? ¿de dónde vamos a sacar el amor entre los hombres? Si no nos reconocemos todos como hijos de un mismo Padre, como deviniendo de una sola cosa, como teniendo un destino único. Necesitamos reconocernos hijos de Dios; necesitamos sentir que hay algo en común en nosotros, pero no algo pasajero. Como decía un viejo libro el Chilam Balam, necesitamos amores que duren más de tres días, necesitamos reyes que que duren más de tres días, necesitamos leyes que duren más de tres días. Todo lo que tenemos es efímero, de tal suerte que nos encontramos todos completamente apagados, constreñidos, y como si fuésemos fieras en una jaula vamos dando vueltas sobre el mismo lugar. Hemos perdido la noción de que aquel que está enfrente nuestro, aquel que está al lado, y aun aquel que pueda ser circunstancialmente nuestro enemigo, es nuestro hermano; tenemos el deber de amarlo de una manera profunda, de una manera no solamente externa, no solamente con actos externos. Lo fundamental es el acto interior, el acto de fe.
Tenemos que volver a sentir no solamente una fe individual, sino también una fe colectiva. Cuando hablo de esto, no me refiero a una determinada religión, os hablo simplemente de una fe colectiva, una fe en Dios y en la inmortalidad del alma. Saber que somos todos hijos de un mismo Padre; poder reconocernos a nosotros mismos, vencer el temor a la muerte, vencer una serie de temores que tenemos, tener el conocimiento de que somos inmortales...
Hay una gran piedad, hay un gran amor, hay un gran Pensador que pensó en todo, que hace que cuando caen las semillas de un árbol, al tener adherida una especie de hojita, vayan dando vueltas y vueltas ¡oh, el primer helicóptero!, para alejarse del árbol madre, porque si cayesen a sus pies, en la oscuridad y en la humedad se pudrirían. En cambio, dando vueltas las hojitas se van lejos del árbol madre, y llegan a un lugar donde hay sol y donde pueden germinar en un nuevo árbol.
Y Aquel que ha pensado, o Aquello que ha pensado, o Aquello que ha imaginado todo este complejo proceso para todos estos seres, que ha creado el misterio de que los espermatozoides puedan mover sus colas y trasladarse a través del medio; que ha podido crear el equilibrio divino de las raíces y de las ramas de los árboles; que ha velado por la forma en que caen las hojas, que por todo ha cuidado, que por todo ha velado...decidme; ¿acaso no habrá velado también por nosotros, en la parte física y en la parte espiritual? ¿Por qué no? Tuvo que haber velado también por nosotros, en la parte física y en la parte espiritual. ¿Por qué hemos de tener miedo entonces a morir? ¿Por qué hemos de tener miedo a la adversidad? Ya sea la adversidad o la muerte, la carencia de fortuna o la pérdida de ella, la pérdida del amor o a veces de la simple tranquilidad psicológica... ¿No estará El detrás de todas estas cosas? ¿No serán como peldaños que nos ayudan a subir, a escalar un proceso evolutivo, a volvernos más fuertes, a volvernos más dioses, a convertirnos en algo nuevo y poderoso? ¿Y no estará todo eso dentro de esa Gran Mente Pensante que hace que cuando nos tropecemos, una mano invisible nos levante, como aquella vez le pasó a un tal Lázaro? ¿No habrá algo que nos levante cuando estamos demasiado caídos? ¿No existe acaso para nosotros lo que hay para el gusano y para la hoja?
Tenemos que volver a sentir no solamente una fe individual, sino también una fe colectiva. Cuando hablo de esto, no me refiero a una determinada religión, os hablo simplemente de una fe colectiva, una fe en Dios y en la inmortalidad del alma. Saber que somos todos hijos de un mismo Padre; poder reconocernos a nosotros mismos, vencer el temor a la muerte, vencer una serie de temores que tenemos, tener el conocimiento de que somos inmortales...
Hay una gran piedad, hay un gran amor, hay un gran Pensador que pensó en todo, que hace que cuando caen las semillas de un árbol, al tener adherida una especie de hojita, vayan dando vueltas y vueltas ¡oh, el primer helicóptero!, para alejarse del árbol madre, porque si cayesen a sus pies, en la oscuridad y en la humedad se pudrirían. En cambio, dando vueltas las hojitas se van lejos del árbol madre, y llegan a un lugar donde hay sol y donde pueden germinar en un nuevo árbol.
Y Aquel que ha pensado, o Aquello que ha pensado, o Aquello que ha imaginado todo este complejo proceso para todos estos seres, que ha creado el misterio de que los espermatozoides puedan mover sus colas y trasladarse a través del medio; que ha podido crear el equilibrio divino de las raíces y de las ramas de los árboles; que ha velado por la forma en que caen las hojas, que por todo ha cuidado, que por todo ha velado...decidme; ¿acaso no habrá velado también por nosotros, en la parte física y en la parte espiritual? ¿Por qué no? Tuvo que haber velado también por nosotros, en la parte física y en la parte espiritual. ¿Por qué hemos de tener miedo entonces a morir? ¿Por qué hemos de tener miedo a la adversidad? Ya sea la adversidad o la muerte, la carencia de fortuna o la pérdida de ella, la pérdida del amor o a veces de la simple tranquilidad psicológica... ¿No estará El detrás de todas estas cosas? ¿No serán como peldaños que nos ayudan a subir, a escalar un proceso evolutivo, a volvernos más fuertes, a volvernos más dioses, a convertirnos en algo nuevo y poderoso? ¿Y no estará todo eso dentro de esa Gran Mente Pensante que hace que cuando nos tropecemos, una mano invisible nos levante, como aquella vez le pasó a un tal Lázaro? ¿No habrá algo que nos levante cuando estamos demasiado caídos? ¿No existe acaso para nosotros lo que hay para el gusano y para la hoja?
Es obvio que lo que hay para el gusano y para la hoja, también existe para los seres humanos, para los grupos humanos, para las culturas humanas; pero para ello debemos retomar una conciencia en Dios; para ello tenemos que abandonar todos estos arcaísmos materialistas y llegar a un verdadero espiritualismo. No me refiero a actitudes externas. Un hombre puede estar rezando frente a una imagen de Cristo y estar alejado completamente de lo que pueda ser espiritual. En cambio, un hombre puede estar honradamente enderezando un hierro para los demás, puede estar trabajando en una fábrica, puede estar trabajando en una oficina o en una universidad, y ese hombre, en ese momento, estar haciendo un acto místico más grande que los que simplemente se hacen callos en las rodillas.
Debemos sentir a Dios profundamente, volver otra vez a ese sentido antiguo de la creencia en Dios, cuando los hombres se encontraban, se cruzaban y se reconocían como de una religión o como de otra, pero todos creían en Dios. Unos hablaban del Cristo o hablaban de Dios o de Jehová, otros hablaban de Alá, pero todos hablaban de lo mismo.
Debemos sentir a Dios profundamente, volver otra vez a ese sentido antiguo de la creencia en Dios, cuando los hombres se encontraban, se cruzaban y se reconocían como de una religión o como de otra, pero todos creían en Dios. Unos hablaban del Cristo o hablaban de Dios o de Jehová, otros hablaban de Alá, pero todos hablaban de lo mismo.
Todas las formas de conocimiento, de entendimiento y de razonamiento no sirven para nada si no llegamos a ese descubrimiento de Dios en nosotros mismos y en la naturaleza. Un verdadero filósofo no es aquel que se sabe de memoria las definiciones de Kant o de Plotino o de santo Tomás de Aquino o de cualquiera de ellos. ¡No! El verdadero filósofo no es platónico ni aristotélico ni kantiano. El verdadero filósofo es el hombre simple, el que puede interpretar la naturaleza, el que aunque se quedase sin libros podría seguir leyendo y, aunque se quedase sin naturaleza alrededor, podría seguir soñando.
¡Soñemos intensamente con ese hombre que puede sentir y creer en Dios!"
¡Soñemos intensamente con ese hombre que puede sentir y creer en Dios!"
Jorge Angel Livraga (fragmentos Conferencia- 1978)
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