Desde hace ya varios años se viene celebrando el “Día Internacional de la Mujer Trabajadora”, fecha que se aprovechó para resaltar no solo su capacidad e inteligencia en el trabajo, sino para exponer una amplia gama de reivindicaciones feministas que van desde lo político a lo sexual. En este sentido, se continúa con la tónica que desde hace un par de siglos sacude a Europa y a Occidente en general: revalorizar el papel de la mujer en la sociedad, otorgarle un sitio fijo y reconocido por las leyes, liberarla de las múltiples tiranías que la subyugaron durante tanto tiempo.
Como mujer –y como autora de este artículo–, no pretendo sumarme a esta corriente, y no porque la considere injusta. Simplemente quiero repasar las raíces de este movimiento feminista, descubrir verdades y mentiras al respecto, y destacar que, a mi entender, estas reivindicaciones no siguen un camino acertado. En todo caso, el feminismo, tal y como ahora se entiende, conseguirá unas mujeres artificiosas, cada vez más parecidas a los hombres, pero cada vez menos identificadas con su verdadera misión.
El feminismo actual es más bien un antimachismo, reacción lógica ante determinadas exageraciones de la Historia; pero no intenta rescatar los valores auténticamente femeninos, sino poner a la mujer en condiciones de ocupar los mismos puestos que el hombre, a veces es cierto que para llenar vacíos (que ya es otro tema), si bien en general es a causa de un revanchismo que logrará calmar los nervios aunque no consiga restituir el equilibrio social. En lugar de comenzar la obra por el espíritu para terminar rematando la forma, hoy se trabaja exclusivamente con formas sin contenido, variables y transformables, como nos lo enseña la Historia en abundancia. Y, más allá de estas reivindicaciones político-sociales que desembocan ya en lo grosero, ¿qué caracteriza a la mujer?
De ahí este intento de encontrar sus fundamentos metafísicos, y, desde allí, volver la vista a la vida cotidiana en busca de mejoras. Hace mucho –demasiado– que no se clama por el reino espiritual de la mujer, y sin esa fuerza, creo insostenibles todas las otras conquistas y peticiones. Enfocaremos este análisis desde dos puntos de vista: histórico y esotérico; el uno para recordar el papel concedido a la mujer a través del tiempo y las culturas, y el otro para recoger la sabiduría tradicional sobre la cuestión.
Un poco de tradición esotérica
Cuentan los antiguos tratados de sabiduría que hace millones de años atrás no existían hombres ni mujeres diferenciados; solo hermafroditas poblaban la faz de la Tierra. Pero cuando la marcha evolutiva así lo impuso, se dividieron los sexos en oposición y complemento constante, en busca de la unidad perdida, para poder llegar, en un futuro lejanísimo, a una reunificación andrógina, no por suma, sino por superación de la dualidad.
Todos los pueblos de la Antigüedad registraron en sus símbolos filosóficos y religiosos este hecho natural, y a partir del Uno Universal sin polaridades, vemos aparecer parejas primordiales que representan lo masculino y lo femenino con características propias y comunes: propias como efecto de la división, comunes por proceder de la misma raíz.
En líneas generales, la mujer fue el símbolo de la materia-madre-mar, y el hombre lo fue del espíritu-padre-fuego. Pero eso no impidió que existieran diosas del fuego o dioses de las aguas, entendiendo que uno y otro elemento son parte de una Unidad Primera que los contiene y justifica.
Si abordamos las modalidades masculino-femenina con más detalle, en atención a la constitución septenaria de los humanos, viene a resultar que cada plano o cuerpo tiene una polaridad propia –positivo/activa o negativo/receptiva–, según se trate del hombre o de la mujer.
Podemos verlo en el siguiente cuadro:
Hombre | Mujer | ||
denominación sánscrita denominación actual | ATMA VOLUNTAD | ||
denominación sánscrita denominación actual | BUDHI INTUICIÓN | – | + |
denominación sánscrita denominación actual | MANAS MENTE PURA | + | – |
denominación sánscrita denominación actual | KAMA MANAS MENTE EGOÍSTA | – | + |
denominación sánscrita denominación actual | ASTRAL EMOCIONES | + | – |
denominación sánscrita denominación actual | PRÁNICO VITALIDAD | – | + |
denominación sánscrita denominación actual | ETERO-FÍSICO CUERPO MATERIAL | + | – |
A nivel físico, pues, el hombre tiene más fuerza y capacidad activa que la mujer, la que, en cambio, en el plano vital tiene más resistencia frente al hombre, que sufre más desgaste. En el mundo emocional, la mujer es más receptiva que el hombre, y en el mental, el hombre resulta más idealista ante la mujer, que es más concreta.
En los planos superiores es mucho más difícil establecer características tan definidas, pero podemos apuntar una mente pura que es concreta en lo masculino, y la misma mente como idealista en lo femenino; la intuición es más activa en la mujer que en el hombre.
Sin tomar estas definiciones de manera categórica, pues todo en la Naturaleza está armónicamente combinado, resulta que, a la luz del conocimiento tradicional, no hay un sexo superior al otro, sino polaridades complementarias en todos los planos, que determinarían mayores o menores facilidades para ciertas funciones que van desde lo físico hasta lo metafísico.
La pérdida del simbolismo profundo por parte de las religiones, a medida que estas se iban exoterizando más y más, contribuyó a crear relaciones erróneas o mal interpretadas. Por ejemplo, la materia y el mar fueron indicativos de cambios repentinos y variabilidad psicológica y mental, más que de vida y fluidez de conciencia. La razón y la inteligencia fueron concebidas como rasgo masculino, en contraposición a la percepción y la intuición explícitamente femeninas.
La pérdida incluso de los símbolos exotéricos ha simplificado el panorama al máximo: Dios es hombre; por lo tanto, el hombre es bueno, y la mujer no puede menos que relacionarse con la contraparte enemiga de Dios: el demonio.
Sin embargo, durante siglos perduraron las auténticas tradiciones fundadas en la sabiduría, que concedieron posibilidades equivalentes en todos los terrenos al hombre y a la mujer, la opción de desarrollar sus poderes latentes y expresarlos con más perfección cuanto más sabios fuesen. No es de extrañar que los ancianos hayan merecido veneración en tantas civilizaciones, como símbolo de evolución marcada por los años bien vividos y plenos de experiencia. Y ya que nos preocupa el tema de la mujer, cabe recordar la importancia atribuida a las viejas sacerdotisas, las poseedoras de los más temibles secretos, las que están “al margen de la edad”.
Hombre y mujer son, pues, igualmente sagrados mientras haya dualidad en la manifestación, e igualmente sagrados cuando la dualidad se resuelva en la Unidad Primera.
Un poco de historia
Aunque si nos esforzamos, podemos traer a la memoria varios nombres de mujeres sobresalientes, lo cierto es que son muy pocos al lado de los nombres de los hombres.
¿Es que ha habido escasas mujeres destacadas, o es que estamos acostumbrados a una particular visión y enfoque de la Historia, que no es ni el único ni el más acertado?
Personalmente me inclino por la segunda versión: la Historia, más allá de su pretensión de ciencia, nunca ha llegado a ganar objetividad, lógica y rigor científico, porque depende mucho de los hombres que la escriben, de sus ideas, sentimientos, y también depende de las modas y opiniones que manejan a los grupos humanos en cada época.
Hablar de la Historia de la Humanidad es hacerlo de la historia del hombre, pero de un hombre que rebasa lo genérico y se extiende hasta difuminar el papel de la mujer. Sin embargo –y no faltan quienes lo señalan–, detrás de todo gran hombre, habría que buscar la figura más o menos silenciosa de una gran mujer… o de una mala mujer.
Es curioso comprobar que, más que la Historia propiamente, han sido las religiones exotéricas las que han contribuido a relegar lo femenino a los antros oscuros del “mal”. Los argumentos son suficientemente explícitos y repetitivos: la mujer es buena solo en cuanto es madre, y es respetable como abuela, como viuda y anciana; por lo demás, hay que “salvarla” de sí misma y de su propia y desordenada naturaleza emocional.
Es curioso comprobar que cuando una mujer lograba –o logra– destacar, ha sido más la moral hipócrita que el juicio de la Historia la que ha logrado que fuera mal mirada, como si así traicionara su obligado anonimato y su obligada función de maternidad.
Es curioso asimismo comprobar que la mujer, naturalmente dotada para lo sagrado, lo místico y lo intuitivo, haya sido alejada de tan nobles actividades, para adularla y rebajarla a su condición animal y sexual y así poder compensarla luego con unos premios que no son tales ni se adaptan a la realidad femenina. Una vez más: ¿quién ha obrado así: la Historia o el fanatismo religioso?
Hagamos ahora un rapidísimo recorrido por el tiempo, cosa que nos impedirá detenernos en todas y cada una de las culturas conocidas, como hubiera sido nuestro deseo.
No obstante, y en líneas generales, señalaremos que en todos los pueblos antiguos –occidentales, precolombinos, del lejano y del medio Oriente–, la mujer ha desempeñado un papel religioso importante, sin por ello despreciar el aspecto de madre. Y al decir religioso, no nos referimos solamente al cumplimiento de sus deberes, o a su individual cuota de piedad, sino a un papel activo como sacerdotisa y como vestal o cuidadora del fuego y los elementos sagrados.
Asimismo, es de destacar que en estas culturas pretéritas, la imagen de los dioses (en este caso, de las diosas) era un modelo vital a seguir. Cuando las religiones estaban vivas y en su apogeo, alimentaban con su fuerza a sus seguidores, y nunca faltó la figura de la Gran Madre como ejemplo inspirador para las mujeres.
En Egipto, y más allá de los cambios naturales en más de 3000 años de historia reconocida, Isis fue el espejo inestimable en el que mirarse. De ella se decía que “su corazón era más hábil que un millón de hombres, era más eminente que un millón de dioses, era más perspicaz que un millón de nobles muertos. Nada existía que no supiera bajo el cielo y en la tierra”. De acuerdo con este arquetipo, la mujer podía ser una excelente reina gobernante, una eficaz ama de casa, esposa y madre, o una sacerdotisa sagrada desde la gran diosa Hathor hasta el misterioso Amón. No había diferencia espiritual entre hombres y mujeres: unos y otras tenían sus funciones que cumplir en la tierra y las mismas oportunidades en el más allá.
En Mesopotamia nos encontramos con un proceso análogo al de Egipto en cuanto a la duración temporal de sus culturas, además del otro factor de la diversidad étnica de sus pueblos. Los antiguos sumerios tuvieron una idea elevada de la mujer y la consideraron en igualdad con el hombre; pero, a medida que prevalecen los grupos semíticos, la mujer se irá subordinando al hombre por completo.
Mientras el rol femenino fue activo y sagrado, encontrábamos desde las cortesanas sagradas dedicadas a Istar hasta las sacerdotisas de claustro severo; desde las hechiceras y agoreras hasta las grandes sacerdotisas que representaban a la Diosa Madre en la hierogamia o renacimiento anual del universo; desde las cantoras y danzarinas del templo hasta el clero femenino al servicio de los dioses –junto a los sacerdotes masculinos– en sus más variados cultos.
En la India apreciamos desde antiguo un fuerte patriarcado, aunque muy sensible a la influencia de la mujer. Existen relatos que nos muestran mujeres célebres por su sabiduría y su santidad, en todo similares a los de las diosas. El budismo manifestará un cierto recelo por las monjas, aunque no por ello dejará de aceptarlas.
China fue notable por su matriarcado, al punto de que en épocas arcaicas, los niños llevaban el nombre de la madre, ignorando a veces el de su padre. Desde sus raíces míticas, la mujer aparece como diosa en el cielo y soberana en la tierra, provista de grandes dotes mágicas. Su larga historia nos la muestra valiente y generosa, de gran corazón, si bien la decadencia de las formas religiosas hizo prosperar un rígido ritual que redundó en el progresivo sometimiento de la mujer al hombre.
Para referirnos a Grecia debemos hacerlo en principio a Creta, que concedió un lugar primordial a la Diosa-Madre, al punto de desenvolver un matriarcado o ginecocracia en que las sacerdotisas fueron más numerosas que los sacerdotes. La Grecia clásica conoció cultos extraordinarios a cargo de la mujer, y Afrodita (como amor, belleza y maternidad) tuvo infinidad de devotas, incluida la cultísima Safo, “décima musa” de las artes. La presencia femenina era fundamental en la mayoría de las ceremonias religiosas y en las más variadas festividades, sin contar aquellas que eran exclusivas y de las que los hombres estaban apartados totalmente.
Roma dio un sitio privilegiado a las matronas que, además de su función familiar y social, solían cumplir con tareas sacerdotales individuales o al servicio de la colectividad. El colegio de las vestales fue la más célebre de las instituciones religiosas; se encargaba de vigilar el fuego sagrado de Roma, pues el fuego de Vesta era el hogar común de todo el pueblo. Las vestales, castas y sobrias por excelencia, eran depositarias de un poder mágico que salvaba de la muerte a los condenados y mantenía el secreto de los misterios.
La persistencia de algunos cultos y festividades en los que participaban por igual matronas, sirvientas y cortesanas nos sugiere otras épocas en que las mujeres estaban agrupadas por edades y categorías internas que no tenían relación con las clases sociales, sino con la función sagrada a cada una atribuida.
La mujer romana, que había participado activamente en círculos literarios y escuelas filosóficas, se vio nuevamente sometida con el advenimiento del cristianismo, a partir del emperador Constantino.
Aunque enfrentados con los romanos, los celtas tuvieron, sin embargo, similar respeto por el carácter femenino y por las diosas-madres. Entre ellos encontramos druidas, sacerdotisas cultas y místicas, junto a otras llamadas “brujas”, vírgenes apartadas que aplicaban ritos para provocar y apaciguar tempestades, curar enfermedades, predecir el futuro, metamorfosearse en variados animales… y no faltaron bravas mujeres que destacaron en la guerra.
Sin agotar las civilizaciones que hicieron historia y otorgaron funciones de gran responsabilidad a la mujer, entramos en un período especial en Occidente: la Edad Media, en que ya no hablaremos de uno u otro pueblo en especial, sino del estilo de vida que imponen los acontecimientos históricos, y fundamentalmente los religiosos.
Para el cristianismo, la mujer depende del hombre por cuanto Eva fue formada a partir de una costilla de Adán; la mujer está más marcada por el pecado original, ya que el hombre pecó por culpa de ella; así, debe redoblar sus esfuerzos para obtener la salvación. Debe someterse a la enseñanza y autoridad del hombre conservando una absoluta humildad intelectual y, sobre todo, guardarse de interpretar la palabra de Dios.
En épocas de san Pablo, se admitía a las mujeres para ciertas funciones prácticas en los templos, que en la sociedad pagana correspondían a los esclavos, pero que en la comunidad cristiana estaban santificadas por su objetivo. No hay mucha diferencia entre ser mujer y ser esclavo: la mujer es así por naturaleza; en cambio, la esclavitud, como institución, puede variar o se puede abolir. La salvación del alma, tanto del hombre como de la mujer, se apoya en buena medida en la virginidad, estado superior al matrimonio, válido para la mayoría de las sectas cristianas. Los viejos ritos paganos exigían asimismo pureza y continencia, pero momentáneos y en estrecha relación con determinados cultos y períodos del año.
Así se comprende que los paganos juzgaran a los cristianos como enemigos del género humano, ya que condenaban el matrimonio y consideraban a la mujer como un ser inferior.
Aunque la piedad popular se volcó bien temprano en la figura de María, esa devoción halló resistencias que demoraron siglos en ser superadas.
Pese a no aparecer explícitamente en el Evangelio, las mujeres son minorizadas por los padres de la Iglesia, que las describen como “animales dañinos, males necesarios y peligros domésticos”. Y valgan estos otros pocos ejemplos:
“Sois la puerta del Infierno, la ladrona del árbol prohibido, la primera desertora de la ley divina; sois la que persuadisteis a aquel a quien no tenía el demonio, bastante valor para atacar. Destruisteis la imagen de Dios, el hombre…” (Tertuliano).
“La mujer es el instrumento del centinela del Infierno, enemiga de la paz” (san Juan Damasceno).
“De todas las fieras, la más peligrosa es la mujer” (san Juan Crisóstomo).
Para san Agustín, la mujer no puede ejercer funciones de dirección, ni participar en actividades judiciales, ni enseñar dentro o fuera de la Iglesia.
En el concilio de Maçon (siglo VI), un obispo llegó a preguntar si la mujer podía ser llamada homo en el pleno sentido de la palabra… Y sin embargo, fueron las mujeres las que más colaboraron en las conversiones al cristianismo.
Poco a poco se empezó a valorar a aquellas que se consagraban definitivamente a Dios manteniendo su virginidad, al principio encerradas en sus propios hogares, y luego como monjas severamente enclaustradas en monasterios.
La vida de la mujer, como es lógico, se desenvolvió con muchos altibajos desde aquellos tiempos hasta nuestros días. Fue desde el aburrimiento en las cortes hasta convertirse en el ideal abstracto de los caballeros; desde las tareas en las beaterías, que absorbían el excedente de población femenina de los monasterios, hasta la vida en el convento; desde las santas hasta las reinas y princesas que empezaban a intervenir con tímidas opiniones.
Pero durante mucho tiempo fue claro que el hombre –y sobre todo el monje– tenía tres enemigos: el mundo, el demonio y la carne, los tres representados por la mujer. El impulso antifeminista siguió manteniéndose no solo en eclesiásticos y clérigos, sino también en burgueses y juristas.
El islam y el judaísmo no ofrecen matices variados al respecto: la mujer es claramente inferior al hombre. Hay, tal vez, un atisbo de excepción en las musulmanas españolas del Bajo Medioevo, que destacaron en ciencias, poesía, medicina, derecho, enseñanza religiosa y formación de bibliotecas.
El Renacimiento hará oscilar a la mujer entre un animal imperfecto y “ser divino”, desde la crítica de su fragilidad psicológica hasta el elogio de la castidad. No faltan mujeres religiosas verdaderamente piadosas y diligentes, ni vocaciones forzadas, o bacanales en los conventos. La creencia en las brujas se convierte en psicosis a partir del siglo XV y abundan bulas y estudios sobre el tema, así como afirmaciones irracionales: ¿por qué la mujer es más propensa a la magia negra?: porque es la maldad pura.
Entre el 1500 y el 1700, ninguna podía considerarse libre de una acusación de brujería; bastaba una cualidad especial –talento, enfermedad, deformación o belleza– para despertar la sospecha. Hubo procesos con cientos de miles de víctimas estranguladas, decapitadas, quemadas… Desde el momento en que la bruja es la que copula con el diablo, la brujería se relacionó con la sexualidad en contra de la religión.
En los siglos XVII, XVIII y XIX, según las características de los diferentes países europeos, el papel de la mujer fue saliendo del ámbito familiar para adquirir mayor relevancia en la sociedad, a pesar de que el “hueso supernumerario” hizo decir a Rousseau que la dependencia es el estado natural de la mujer.
Comienza la época de las reivindicaciones civiles y políticas, morales y sentimentales, que producirán cambios considerables a partir de la segunda mitad del siglo XX. Y así llegamos al momento presente, en que la mayoría de los países occidentales admite una igualdad de principio entre el hombre y la mujer, y una participación cada vez mayor de la mujer en la vida económica, social y política, ocupando cargos que antes eran considerados exclusivos para hombres.
Y volvemos al que fue punto de partida de nuestro escrito: el afán ya desmedido de romper barreras, y hasta me temo que aun las más lógicas y naturales. Los reclamos rebasan lo sociopolítico y laboral y se centran en lo doméstico y sexual: “Manolo, la cena, te la haces tu solo”; “Somos mujeres, mujeres seremos, en la cocina no nos quedaremos”; “Somos malas, podemos ser peores”… Surgen concesiones de derecho al aborto y de defensa a las agresiones sexuales, los colectivos de lesbianas y de mujeres progresistas…
Pero ¿dónde está el progreso? ¿Es este el buen camino, el de la protesta y la revancha? ¿Logrará la mujer sentirse plenamente satisfecha por esta vía, segura de su papel en el mundo, segura de sí misma? ¿Dónde quedan los valores intelectuales, morales y espirituales que deberían ser argumento resplandeciente en la batalla? ¿Solo se busca la igualdad en la mediocridad, o sería preferible que cada cual, hombre y mujer, desenvolviese sus mejores y verdaderas aptitudes? En todo caso, la ultérrima y segura igualdad está dada por naturaleza y se manifiesta en el espíritu, que no es hombre ni mujer, sino nada más ni nada menos que la esencia del ser humano.
A tenor de lo que venimos recogiendo de la experiencia histórica, la mujer ha perdido sus raíces, sus fundamentos. Se ha visto desplazada de su función humana y divina, y hoy reclama a gritos tristes limosnas que la hunden más en su miseria.
Falta Dios, falta mística, ritual y ceremonia; faltan altares y sacerdotisas; faltan verdaderas escuelas de cultura; falta amor y sobra sexo. Faltan mujeres cabales y sobran hembras desconcertadas. Así pues, es otra la reivindicación que proponemos: no es un acto de protesta, es un gesto de evolución, una sabia mirada al pasado y una ferviente acción hacia el futuro, un descubrir y despertar la magia dormida que alguna vez hizo, y otra vez hará, de las mujeres verdaderas madres, dadoras de vida en lo físico, en lo moral, en lo intelectual y en lo espiritual.
La hora de lo metafísico ha sonado; no dejemos pasar el momento de abrir nuevas puertas al destino de la mujer, que es decir, por lo tanto, al destino de la Humanidad.
DELIA STEINBERG GUZMÁN
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