martes, 14 de julio de 2020

Marchar entre los muertos

Autor: Jorge Ángel Livraga


En un viejo barco, de casco y obra muerta detestable pero poderosos motores, en Estambul, me he trasladado desde Europa a Asia, pasando el lugar en que se unen el Cuerno de Oro, el Bósforo y el Mar de Mármara. Desembarcamos en la bahía cuadrada que enmarcan la vieja estación de trenes de Haydarpasá y los diques de Kadiköy, que es donde llega el vetusto barquito, equipado, no obstante, con hélices laterales para facilitar la maniobra de atraque.
fish-istanbul
Es un lugar pintoresco. A pocos pasos está el dique de los pescadores. Allí se amontonan unas barcas artesanales de madera, de todas las formas imaginables. De ellas han bajado los pescadores que, como hace muchos siglos, ofrecen su mercadería. Me acompañan dos de mis discípulos. Después de tomar el infaltable y delicioso té en una terraza, me invitan a caminar un poco junto a los pescadores. Al principio rehuso, pues la visión de los peces muertos, a los que doblan hacia afuera sus agallas rojas para que todos vean que los acaban de pescar, y los cuchillos y cortos machetes con que los trocean, según los pedidos de los clientes, me es particularmente desagradable y tengo gran pena por esos –hasta hace poco– vivaces habitantes de las aguas, ahora flácidos y con los ojos grandes y abiertos, cuyos cuerpos esperan la cuchilla.

Pero el conjunto conforma un espectáculo muy viejo y hay algo dentro de mí que recuerda haber contemplado cosas semejantes muchas veces… Mi Alma retrocede en el tiempo y una especie de indiferencia se apodera de ella y guía mis pasos recorriendo la estruendosa feria, donde olor, gritos y crujidos de barcas de madera me insensibilizan a la piedad, no sé si por un retroceso en mi conciencia o por un despertar a una Sabiduría que sabe que la vida y la muerte se complementan, son necesarias y no debemos dramatizar sobre ellas.
Ahora… soy un hombre antiguo que camina. Sereno, indiferente, observo la increíble estética de los pescados color plata brillante, colocados en forma de los rayos de una rueda en enormes bandejas circulares. Cuando veo las carnes rosadas de los salmónidos no me apiado, sino que agradezco a algún Dios oscuro la buena cosecha que nos ha dado el mar. Mis diligentes acompañantes me dicen cosas, pero ya no las recuerdo pues, en verdad, no las escuchaba.
De pronto, en un gran barreño lleno de agua de mar, veo su fondo repleto de peces muertos… y él… sí, él… un pez aún vivo que nada y marcha veloz sobre los cadáveres, no dándose por vencido, trazando círculos que parecen buscar una salida. Es incansable, gira y gira.
Me he quedado paralizado. Ese pobre pez me está dando una lección inefable, y a través de él, los Dioses me enseñan más cosas que las que me mostraron muchos libros. Aquí no existe el velo de la intelectualidad… es un ejemplo vivo y pujante, que tanto puede apreciar un académico como un analfabeto.
Es un mensaje para un Hombre, nada más ni nada menos. Ni el mejor ni el peor de ellos… simplemente un filósofo. Alguien que busca la verdad y que la encuentra en un barreño lleno de agua de mar.
La enseñanza es clara: no debemos cejar ni rendirnos jamás y aunque todos nuestros compañeros hubiesen muerto a manos de la adversidad, debemos seguir marchando, seguir nadando entre los muertos para buscar la libertad en nombre de todos ellos y en el propio.
¡Qué fascinante es ver ese ser vivo deslizarse y empujar hacia adelante!
He vuelto a ser yo mismo y menciono el hecho a mis discípulos. Todos miramos el fenómeno y todos entendemos. ¡En qué idioma tan claro nos habla la Naturaleza cuando quiere!
Se me ocurre comprarlo al pescador… pero algo me detiene. Querría retornarlo al mar que está a pocos metros. Voy a pedir que me traduzcan al idioma turco mi demanda, respaldada por más dinero de lo que valgan diez peces y que estoy seguro que el pescador, en su afán de ganancia, atendería. Pero al acercarme me enfrento con el pez, criatura gloriosa, heraldo de los Ángeles que lo rigen y entiendo que no debo romper el encanto. Lanzarlo de nuevo al mar es sumirlo otra vez en el anónimo cardumen, que será pescado mañana o la semana que viene, y entonces él, mi pez, será uno más. Ahora es el único, el elegido, el que nada y avanza entre los muertos.
Casi imperceptiblemente, alzo mi mano y lo saludo. ¿Y si luego no tuviese oportunidad de lo mismo? Prefiero seguir mi marcha y prometo a mis discípulos que me acompañan escribir esto para una de nuestras revistas.
Hoy sé que desde algún rincón del cielo los viejos Dioses sonreían, pues eligiendo el destino del pez, no había hecho otra cosa que reafirmar el mío propio, como actitud constante ante la vida. Ese sería mi último día de felicidad en Estambul. Pero la felicidad es el alimento que necesitan los débiles; no es el sustento más apropiado para mí, ni para ningún filósofo.
Subo al próximo barco de la carrera que me retornará a la margen europea. Se ha levantado un poco de niebla… Será por eso que tengo los ojos húmedos.
Jorge Ángel Livraga Rizzi

Artículo aparecido en la revista Nueva Acrópolis de España n.º 219, en el mes de octubre de 1993. 

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